CUENTOS Y UN RECUENTO / EDGAR NEVILLE




TEXTOS DESTACADOS


Editorial: CALAMBUR



Edgar Neville fue siempre un epicúreo, el perfecto caballero, un hombre-orquesta que hizo casi de todo: periodismo, novela, cuento, teatro, poesía y cine. Cuando a su amigo Mihura empezaba a fallarle la pierna, él llegó a jugar al hockey sobre hielo, antes de que la obesidad le hiciera sufrir tanto como Jardiel Poncela -flaco y colérico- sufrió los nervios que le torturaron toda la vida. Tenía un sentido reverencial del ocio y una idea de la felicidad que afinó durante la belle époque, por plazas de toros y tertulias en la Granja del Henar hasta la madrugada. «Trabajé sólo en lo que me gustaba, / y jamás hice esfuerzo extraordinario», presumía en un poema-epitafio. Podríamos decir que su ocupación fueron sus ocios, «obras de ingenio que alguien forma en los ratos que le dejan libre sus principales ocupaciones» (DRAE). Pues, como meditaba Ortega y Gasset, filósofo del raciovitalismo a quien trató y admiró, la infelicidad es un sentimiento que sólo aflora si «una parte de nuestro espíritu está desocupada, inactiva, cesante» (2004, II: 222), y pocas cosas le fastidiaban más que el aburrimiento y la monotonía. Segunda paradoja: terminó la carrera la Derecho casi sin darse cuenta y en 1928 se marchó a hacer las Américas como agregado diplomático en la embajada de Washington. Desde aquí pronto se trasladó a Hollywood para trabajar en la Metro Goldwyn Mayer de guionista y adaptador. Pero Neville fue un diplomático sui generis, casi siempre en la excedencia, que más bien practicó la politesse y la diplomacia sin horarios. Uno de esos momentos en que dio cumplida muestra de habilidad y disimulo fue en la inmediata posguerra, cuando se vio obligado a inventarse parte de su biografía con la intención de borrar su pasado republicano y adaptarse mejor a las circunstancias de los vencedores (Ríos Carratalá, 2005). El ingenio de un individualista aplicado a la vida. Andando el tiempo, las fabulaciones biográficas sobre actores y personajes célebres se convirtieron en uno de los divertimentos favoritos de sus compañeros de generación en las páginas de La Codorniz, donde también colaboró Neville.


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